Antes de que el contacto llegue... llega todo lo demás.

 A veces confundimos los sentimientos. Pensamos que estamos enamorados con el simple capricho de los primeros días, de ver que le gustamos a alguien o de sentir el calor de una mirada. 

No soy un hombre emotivo, pero reconozco que nunca me había ocurrido lo que a noche de fin de año. Ahora, unos días después, habiéndolo procesado con calma, puedo entender mejor la situación. 

Aquella noche las luces, esas típicas que iluminan lo mejor de cada persona, me guiaron hasta ella. Cuando la vi no pude resistirme a los encantos que emanaba sin darse cuenta. Bailaba sola, sin necesidad de compañía, y lo hacía para ella. Su vestido brillaba con el reflejo de las luces y sus caderas me hacían seguir el vaivén que marcaban. Era... hipnotizante. 

La contemplé durante minutos. Varias fueron las canciones y en ninguna de ella se distrajo con nadie de su alrededor. Se veía libre, depurada de un pasado que la tenía prisionera, mejorada como mujer, completa. Tras lo que pude aguantar sin acercarme, deleitándome con sus movimientos, me acerqué a la pista y dejé el rincón desde el que me escondía. No, no soy de esos tipos valientes, y menos cuando mis ojos ven a una musa. Pero lo hice. La noche de fin de año es de las que mueven a los cobardes como si la vida se terminara con ella. 

Mis primeros pasos fueron temerosos, la valentía vino tras terminar del tirón mi copa y recordar que esas luces eran las mejoras para los que no somos modelos. Sí, nosotros también tenemos inseguridades. Llegar a medio metro de ella fue lo más duro. En uno de sus movimientos sus ojos, que estaban cerrados, se abren y se concentran en mí. Su baile cambia, su cuerpo sigue el ritmo con otras intenciones. Contonea su cadera sin quitar sus ojos de mí. La observo cuando las luces del local me lo permiten y la veo perfecta.

Sigue bailando, pero ahora lo hace para mí. No me lo dice, pero lo sé, se nota. Mientras mueve su cintura pasea sus manos por el contorno de su cuerpo y siento que soy yo el que la toca. Aprecio el calor de su piel, las lentejuelas de su vestido, la dureza de sus glúteos y hasta cómo se eriza su vello con mi roce, con ese que no existe. La dejo hacer, quiero tocarla entera y sé que la mejor manera de hacerlo es guardando esta distancia que nos separa. 

Yo, por mi parte, sigo inmóvil entre los bailarines de la pista. Mi miembro endurecido palpita y mis ganas de ella aumentan hasta casi explotar. ¿Quiero tocarla de verdad? No. Solo quiero seguir este juego hasta que pueda escapar de ella. Quiero lo mucho o lo poco que tenga para darme.

Cuando el baile termina, cuando ella ha decidido que termine, da un paso hacia mí. Yo, más atrevido que cuando la vi, la detengo con un gesto de mi mano. No necesito que se acerque, no necesito que me toque, ahora lo único que quiero es que siga con sus ojos la dirección de mi mano, esa que va directa al bulto de mi entrepierna. Cuando veo que lo hace, froto por encima del pantalón mi erección y espero que salga corriendo, que vea el gesto como lo que es, una obscenidad, pero no lo hace. Da otro paso y ya está tan cerca de mí que, cuando vengo a darme cuenta, su mano envuelve la mía y juntos acariciamos mi miembro. 

¿Puede un hombre eyacular frotándose por encima de la ropa? Ahora sé que sí. Que el poder de la mente, lo que imagina, la excitación que suscita el cerebro... puede más que todo lo demás.


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