Mi primera vez

Siempre que se habla de una primera vez, pensamos rápidamente en la mujer y sus repercusiones fisiológicas y sociales. Y sí, no puedo negar que yo también lo hago. Sin embargo, pensar en cómo fue mi primera vez no es así. Pienso en ella, incluso recuerdo el rubor en su rostro una vez terminado lo que fuera que hiciéramos, porque aún hoy, ni lo sé.

Creo que el 90 % de la población ha vivido su primera vez entre las chapas de un coche. Para nosotros no fue menos. 

Recuerdo pequeños detalles del instante antes del acto en sí. El frío convirtiéndose en calor, las manos de ella acariciando mi piel y mis nervios recorrer todo mi cuerpo. No voy a negar que mis ganas eran grandes, tampoco negaré que se reflejaban en lo endurecido de mi miembro. Pensar en ello me causa hasta nostalgia. ¿Quién volviera a esa edad sabiendo lo que sabe con la experiencia de los años? ¡Cómo cambiaría todo! La trataría con mucha más dulzura, con más mimo y menos torpe de lo que lo hice.

Ni siquiera lo habíamos hablado. Estas cosas no se hablan, surgen cuando surgen. ¡Gran error! ¿Estábamos preparados? Pues no lo sé. Lo único que sé es que cuando pasó los dos teníamos ganas de que pasara. Ella era todo lo que necesitaba en ese preciso momento. Nuestras bocas eran muestra de ello, ya que se buscaban y besaban con insistencia; nuestras respiraciones no dejaban atrás el deseo implícito en los gestos y caricias, en las miradas y pensamientos no pronunciados. 
No puedo recordar con exactitud si fue ella o fui yo, no puedo asegurar que de alguna forma aquello se hablara segundos antes de que sucediera, pero si puedo decir que el miedo recorrió mi cuerpo entero cuando la punta de mi erección se encontró en la puerta de su sexo. Allí, donde el calor y la humedad se hicieron notar a través del preservativo que tampoco sé cómo logré colocar bien con mi falta de experiencia. 
Prometo que me temblaban las manos y los brazos a pesar de que sujetaron mi cuerpo para no aplastarla contra el asiento del coche. Sí, se que puede parecer incómodo, pero en un asiento trasero se puede hacer el misionero. También puedo asegurar que mi entrada en ella fue pausada, nada brusca y con mi atención puesta en sus ojos y no solo en lo que mi cuerpo sentía, a pesar de que era mucho y muy distinto a lo sentido hasta ese momento.

En el proceso de entrada noté sin problemas la dificultad para continuar. Estaba claro que aquella mirada inocente que me cautivó meses atrás no era fingida. Igualmente, la mía, no podía poner en duda que era un simple ser imberbe que no había experimentado más allá de una "pajilla" con compañía. Pero para nada era lo mismo. Y sí, estuve pendiente de ella, pero también de mí. De cierta tirantez en mi prepucio y cierto miedo a que aquello fuera lo habitual y lo escuchado hasta el momento un montón de mentiras, a que ese placer del que hablan no existiera, a que yo fuera diferente, a que a ella no le gustara y no llegara "a cumplir" como un hombre. 
-¿Estás bien? -llegué a preguntar cuando al fin me atreví a cruzar la barrera.

Asintió. Ni siquiera me contestó y tras un par de entradas que me erizaron el vello y ver su cara de excitación con su mirada clavada en mis ojos, desistí. Sí, no me llegué a correr. No esa vez. Y hoy día no me arrepiento de aquella decisión. Ella estaba tan tensa que le sería difícil alcanzar lo que para mí podía ser tan fácil. Por eso lo dejé estar. Fue la segunda vez que lo intentamos, con más de medio camino hecho, la que realmente disfrutamos. 

Hoy día, casi treinta años después de aquella experiencia, tengo el gusto de ver todavía el rubor en su rostro después de cada una de nuestras sesiones de sexo. Las hemos bañado de comunicación y nos hemos enseñado el uno al otro a cómo darnos lo que queremos recibir. 



Marta Monroy
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