Sexo y menstruación
Para cuando llegó Diego, el dolor era tan intenso que Loreto, a pesar de no verle beneficio alguno, me dejó que me tumbara en el suelo con un cojín en mi barriga. Este al entrar y verme allí tumbada miró extrañado a su madre que corrió a explicarle la situación. Una vez puesto al tanto se agachó junto a mí.
—Mika —susurró cerca de mi cabeza—, porque no vienes a mi habitación —añadió colocando su mano en mi espalda.
Levanté la cabeza con ojos casi llorosos y me negué.
—Venga, vamos. Puedo ayudarte. —Esta vez lo miré más raro si cabe. Cómo podía ayudarme él—. Recuerda, soy fisio y hombre —susurró esta última palabra—, puedo ayudarte de muchas maneras.
No me hice de rogar mucho más, aunque aquella cuestión de que era hombre no la entendí del todo. Total, tarde o temprano tenía que levantarme de ese suelo. Recogí el cojín que había estado usando sacudiéndolo antes de devolverlo a su sitio y me dejé guiar por Diego hasta su habitación. Me dejó sola unos segundos para saludar debidamente a su madre y cuando regresó lo hizo con un bote de aceite.
—Tranquila —dijo viendo que me fijaba en todo lo que hacía—. Intentaré no hacerte daño.
—Más te vale —solté con ganas de echarme a sus brazos y que me arropara entre ellos.
Estar en aquella habitación me trajo recuerdos. El primer día que crucé la puerta y los que vinieron después, siempre para dejarle la ropa doblada en su cama extensa y perfectamente hecha. Aquello me llevó a la noche que estábamos juntos y en lo que echaba de menos sus besos y caricias, nadie había pasado por mi vida que me hubiera ayudado a solapar un poco sus recuerdos, nadie. No podía creer que hubiera conseguido tanto con solo un poco de sexo, pero sabía que no era eso lo que hizo que me enamorara de él, sino todos los sucesos anteriores siendo nuestro encuentro sexual el sello a todo lo que sentía. Lástima que él no lo sintiera con la misma intensidad.
—Túmbate —soltó señalando la cama cuando salió del baño secándose las manos en una toalla—, y quítate los zapatos.
Lo hice tímidamente. Estar en esa postura, en una habitación, los dos solos y con la puerta cerrada no era bueno, al menos para mí.
—¿Estás menstruando ahora mismo? —preguntó con un tono profesional.
—Sí —dije casi sin voz.
—Levántate la camiseta y baja un poco la cinturilla del pantalón. —Hice lo que me pidió sin quitar la vista del techo. Si lo miraba a él seguramente me moriría de la vergüenza.
Noté su mano llegar a mi estómago, bajando su tacto hasta mi vientre. Masajeó la zona reconfortándome. No pude negar que sus manos estaban aliviando el dolor de mi regla al presionar en los lugares oportunos, pero me tensé en el momento en que la yema de sus dedos, se deslizaron lo que podía ser muy para abajo.
—¿Estás manchando mucho? —preguntó como si estuviera acostumbrado a menstruar.
—Diego…, creo que estoy mejor, debería marcharme y… —Aquello me parecía surrealista.
—Espera, no te vayas. Seguramente tengas algo tensionado en la pelvis y la inflamación menstrual ha empeorado esa tensión. Lo mejor es tratarla. —Dijo presionando mi estómago para que no me levantara.
—Vale. No, no estoy manchando mucho. Lo normal. —Asintió.
Volví a destensar mis músculos cuando noté que no me tocaba, pero la curiosidad me llevó a ver qué hacía. Echaba en sus manos una generosa cantidad de aceite que no tenía ningún olor particular y las refregaba una con otra. Se colocó a los pies de la cama donde reposaban mis talones tardando unos segundos en reaccionar, hasta que se volvió a colocar a mi lado.
—¡Diego! —exclamé.
—Joder, Mika. Que ya sé lo que hay —protestó él al ver que todo me parecía excesivo—. Además, ahora no soy el Diego que tú conoces. —Hice lo que me pidió mientras escupía sus últimas palabras.
—¿Y qué Diego eres ahora?
—El profesional. Trabajo con cuerpos, muchos y variados.
—¿Y qué diferencia hay? —seguí indagando notando como sus manos iban presionando aquí y allá por mi pelvis y caderas.
No me contestó y comenzó su masaje, al principio casi con rabia, hasta que los dos nos relajamos. Sus dedos paseaban por mi vientre cada vez más cerca de la zona de mis genitales y solo con eso empecé a notar como mi cuerpo se preparaba para más. Creo que la señal que lo hizo atreverse fue el leve gemido que se escapó de mi boca en uno de aquellos acercamientos a la zona delicada. Una de sus manos, ya envalentonada, se paseó tímida por mis labios para retirarse inmediatamente, pero aquello provocó otro gemido por mi parte, mucho más intenso, más sentido. Volvió a repetirlo de nuevo, solo que esa vez dejó que uno de sus dedos se internara entre los pliegues llegando a rozar ese botón que solo hizo que jadeara e incluso arqueara mi espalda. Fue a la tercera vez cuando mis ganas lo buscaron, mi cuerpo el que con un movimiento de cadera propició que el roce de sus dedos fuera más intenso, y mi mano, junto con un descaro increíble, la que frenó la salida de la suya de aquella zona donde debía quedarse. Así lo hizo. No tuve que rogar mucho para que sus dedos hábiles, muy hábiles, masajearan mi clítoris provocando que mi cuerpo se retorciera cada vez más. Mis ojos permanecían cerrados evitando lo que sabía sería vergüenza al verlo, además de porque el propio placer que me estaba provocando me impedían abrirlos, y fue la forma sensual y sexual de sus roces constante que me llevaban al clímax. Hasta él soltó alguna respiración que sonó a gemido y que solo consiguió que mi orgasmo, ese que quitó mi dolor, se acercara con más fuerza, se hiciera más sentido y mucho más placentero.
El detalle de dejarme a solas, de permitirme hacer uso de su baño y de que su madre estuviera a su lado cuando me marché, facilitaron todo lo que la vergüenza podía provocar.
Marta Monroy
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