Al amor no se le para

Esperé que la noche se hiciera cerrada, que la poca luz del atardecer más tardío desapareciera para dejar que me escondiera entre sus sombras. Ansioso por probar sus labios, deseoso por notar el calor que su cuerpo emanaba, ese que se hacía familiar entre nosotros por habernos aprendido el uno al otro. No me entretuve en preparar nada. No me importaba que después de aquel día nos esperara un vacío alrededor, porque nunca sería tal si ella estaba cerca de mí y eso era lo único que me importaba. 

Salí a la oscuridad y callejeé conocedor del camino hasta el templo. Allí, según lo acordado, un sacerdote conocido como Valentín nos esperaba junto a otros amantes que como nosotros, por estirpe o por otros motivos, no podían lucir su amor. En mi caso era ella la que tenía un matrimonio concertado, pero sabía que mi hermano sabría perdonarme algún día. Él no estaba tan entusiasmado como yo el día que la vi. 

-¿Has llegado? -me preguntó cuando mis manos y las suyas, heladas por el frío, se tocaron. 

-No iba a perderme este momento por nada del mundo.

Sus ojos fijos en los míos, brillaban como luceros, nerviosos y excitados por todo lo que íbamos a vivir. Por el presente, por el futuro y por todos los encuentros fugaces del pasado.

-Ha llegado el momento. -La voz del sacerdote nos provocó una risa nerviosa a todos los presentes. 

Minutos más tardes, tras la breve ceremonia, solo quedamos ella y yo frente al mundo. 

Teníamos prevista una pequeña cueva no muy alejada de la ciudad. Desde días antes me encargué de llevar algunas mantas y algo de leña que nos sirvió para encender el fuego. Ante el reflejo de sus llamas y justo cuando me giré para colocarme junto a ella, la desnudez de sus pechos atrajeron mi atención. Aquellos pezones erectos esperaban mis caricias mientras subían y bajaban con la respiración agitada de mi amada. Mis manos, tímidas por ser la primera vez, se acercaron con lentitud hasta que noté en mi palma la punta de uno de aquellos senos. Me sirvió para mucho, casi con aquella imagen y esa caricia consigue que eyacule. 

Atrevida como nunca la había visto, levantó su túnica y al igual que aquella visión superior, dejó a la vista de mis ojos sus piernas, las que abrió para mí, para su marido. Su sexo, aquella zona tan desconocida hizo que se me secara la boca, pero no tardé en comprender dónde tenía que estar, ni cómo tenía que hacerlo. 

Dejamos a la naturaleza actuar mientras sus gemidos suaves llegaban a mi oído entre beso y beso, y mi momento no tardó en llegar. Fueron mis sonidos de placer los que no nos dejaron oír cómo mi hermano contemplaba la escena.


Marta Monroy

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